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jueves, 22 de junio de 2017

Anselmo

Nadie sabe bien de qué se trata este camino, un camino que no ando por primera vez.
Ser solitario y estar solo no son lo mismo, me alegra ser lo primero y no conocer lo segundo.  De alguna forma vale la pena preguntarse si cuando todo cae alrededor y dentro de uno, va a haber alguien ahí afuera intentando darte una mano desesperadamente como si se tratara de una cuestión personal.

Desconocer algunas personas nos hace conocer a otras y ese es un negocio que ningún ser de buena cepa debería perderse como experiencia.

No están siendo los mejores tiempos.  Eso es real.  De alguna manera estoy confirmando que es demasiada alta la proporción humana que despierta cada día con la leve sensación de que cuando el juego termine, irán a parar a un lugar distinto al que irán a parar en verdad.  Todos: reinas, reyes, caballos y peones terminaremos en la misma caja, con la luz apagada y de cara a nuestra propia miseria.

Alguna vez leí por ahí que uno ha de mirar desde arriba a otro sólo si es para ayudarlo a pararse y sin dudas es así.

Anselmo era un viejito que dormía en la vereda del nuevo Mercado de Pulgas cuando yo trabajaba en la trasnoche de Aspen.  Si yo llegaba más de media hora antes, me quedaba en Dorrego y Córdoba tomando un té con limón para paliar el frío y la hostilidad de la noche, habían sido años de muchos cambios, de realizaciones y de mucha música calmando mis fieras.  A veces, cuando se llega a donde uno no sueña el cariño con el espejo nos nubla la vista y es algo a lo que le tengo mucho miedo.

Recuerdo que aquel lunes posterior a despedir a mi abuela recordé que en la vereda había un viejito que parecía no importarle a nadie, incluso no me había importado ni siquiera a mi que era testigo de su paisaje nocturno.  Aquel día antes de irme de mi previa laboral, lo recordé a él  y recordé su cajita de cigarros siempre cerca, pedí un café para llevar y unos rubios y salí con mucha ansiedad para encontrarlo.  Allí estaba, tapado, con la cabeza apoyada en un almohadón amarrado a su carro... me acerqué con algo de miedo -lo confieso- y le dije:  Hola amigo! Él se sobresaltó moderadamente y lo primero que hizo fue peinarse con las manos. Sentí ternura.  Me hinqué sobre mis rodillas y -mientras le daba el vasito de café y los sobres de azúcar- le dije: "esto es para vos, hace mucho frío... no?".  Él asentía con la cabeza y dejaba brotar un dejo de timidez que hacía que sus ojos negros brillaran mucho más en su rostro nevado por el paso de los años.   Por un momento creí que estaba emocionado y para romper la nostalgia de un posible gesto de amor pasado golpeando su memoria le dije:  ahh  ya me olvidaba!!! estos cigarros (aunque hacen mal) son para vos, no fumes mucho!"  Él se sonrió y me dijo "Gracias nena".  Le acaricié el brazo y me paré para ir a mi cálido estudio de radio.  -Me llamo Guada y vos?  -Anselmo, me llamo Anselmo.  -Hasta mañana, Anselmo!

Me fui con más cosas en el corazón de las que jamás había tenido.  Quizás fue mi forma de acariciar a la distancia a mis abuelos.  Quizás, sin saberlo, lo hice más por necesidad propia que por la necesidad de él.  Me llevé su sonrisa y me hizo mucho más ameno aquel momento.  Él no tenía nada, no tenía ni la mirada de los que pasábamos esquivándolo como se esquiva un pozo.  Yo tenía mucho y no lo estaba viendo.

El poder es relativo.  La generosidad también.
Siempre hay alguien arriba nuestro.
Siempre hay alguien debajo.
Siempre cambiamos.
Siempre cambian las circunstancias.

Todos vamos a ser recordados por lo que fuimos con y sin poder, generosos y avaros.
Lo bueno de estar abajo es descubrir cuánta gente te recuerda bien o no. Lo bueno de estar arriba es saber que es posible doblar las rodillas para ponernos a la altura de los otros: los menos suertudos, los locos, los que no quieren ser parte del sistema, los que se escaparon de todo.

Desde junio de 2013, cada noche teníamos nuestra cita breve. Un chocolatín, un café, un paquete de galletitas, unos cigarros.  El 31 de diciembre fue mi última trasnoche y cuando pasé para verlo, lo saludé y le conté que esa sería mi última visita... brindamos con dos latas de gaseosa y le dije:  Gracias por todo, Anselmo.  Él no entendió mi agradecimiento.  Nunca supo que me enseñó muchas cosas que jamás voy a olvidar.

Estos no están siendo los mejores días pero creo que por algo lo recordé a él.  Quizás porque estoy viendo varias rodillas dobladas para ayudarme a andar.  Será cuestión de no olvidarme jamás algunos nombres, algunas caras, algunas palabras.  Será cuestión de celebrar cualquier avatar que ponga a prueba el valor innegociable de la libertad.